03/05/2014

Autora: María Concepción Torres Díaz. Profesora de Derecho Constitucional (UA) y Abogada.

El pasado 7 de abril de 2014 la titular del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad junto con los titulares de Interior y de Justicia se reunieron ante el repunte de asesinatos machistas (23 mujeres asesinadas según el cómputo oficial y 30 según asociaciones). Una reunión en la que acordaron una serie de medidas destinadas a garantizar una mayor protección a las víctimas de violencia machista. Medidas entre las que cabe destacar la ampliación de competencias de los Juzgados de violencia sobre la Mujer, la exigencia de formación específica entre los agentes implicados (especialmente, Cuerpo Nacional de Policía y Guardia Civil), el impulso de programas de inserción sociolaboral, campañas de sensibilización así como medidas destinadas al ámbito educativo. Y es que los datos sobre violencia de género publicados por el Observatorio de Violencia Doméstica y de Género del Consejo General del Poder Judicial relativos a víctimas mortales en 2014 y su comparativa con las víctimas de 2013 no admiten muchas interpretaciones y, menos, valoraciones sesgadas. Los datos son los que son y evidencian que algo falla cuando solo 11 de las 54 mujeres asesinadas habían denunciado en 2013 y solo 7 de las 23 víctimas mortales (según la estadística oficial del Ministerio) habían procedido en tal sentido en lo que llevamos de 2014. Pero es más, algo falla cuando se constata el descenso de las denuncias presentadas, el aumento de las renuncias a continuar con el procedimiento en relación con las denuncias presentadas así como el descenso en la concesión de las órdenes de protección.

Pues bien, el presente artículo se centra en este último punto, esto es, en las órdenes de protección y aboga por la necesidad de adoptar medidas que cambien la cultura patriarcal que parece estar detrás de las reticencias a su adopción. Y es que los datos recogidos ponen de manifiesto que de 32.831 solicitudes de órdenes de protección en 2013 (un 5% menos que en 2012) solo se concedieron 19.349. Además, un análisis más detallado de esas 19.349 órdenes de protección permiten advertir una pauta preocupante que parece sugerir que las decisiones adoptadas se pueden enmarcar dentro de una cultura machista y patriarcal. Y es que si preocupante es el descenso en la concesión de órdenes de protección no lo es menos el conocer que en el momento de la solicitud un 55,5% de las mujeres mantenía una relación de pareja con su agresor lo que, sin duda, no es un dato menor.

Por otra parte, cabe resaltar que derivadas de las órdenes de protección y de las medidas cautelares se adoptaron 59.597 medidas penales, entre las que destacan la orden de alejamiento (acordadas en el 86,2% de los casos), la prohibición de comunicación (adoptada en el 84,2% de los supuestos) y la prohibición de volver al lugar en el que se cometió la agresión en el 12%. En lo que atañe a las medidas civiles cautelares adoptadas mientras se resolvía el proceso penal cabe destacar que se acordó la prestación de alimentos en un 25% de los casos, la atribución de la vivienda en un 20,5% de los supuestos, la suspensión de la guarda y custodia de los hijos/as solo en un 6,7% de los casos, la suspensión del régimen de visitas únicamente en un 3% de los casos y la suspensión de la patria potestad en un marginal 0,3% de los casos. La pregunta es evidente ¿en base a qué parámetros se valora el interés superior de las y los menores?

Se observa como el discurso oficial anima a las mujeres a denunciar y a solicitar medidas de protección mientras que los datos indican que cuando las mujeres se arman de coraje y de valor para solicitarlas, sin embargo, solo se conceden una mínima parte. ¿A qué se debe esto? ¿Por qué esta disparidad entre el discurso oficial, lo que prescribe la norma y lo que realmente acontece? En cualquier caso, lo que sí sabemos es que el juzgador/ra que decide conceder (o no) la orden de protección tiene que observar, entre otros extremos, la presencia del llamado ‘riesgo objetivo’. Con respecto a este ‘riesgo objetivo’ la jurisprudencia viene exigiendo que sea un riesgo claro y no meramente ‘intuitivo’ y es aquí en donde comienzan los problemas en cuanto a su apreciación, máxime si se carece de un enfoque de género como elemento crítico de análisis. Las cuestiones que subyacen son las siguientes: ¿Cómo apreciar esa situación ‘objetiva’ de riesgo? ¿En base a qué criterios determinará – la persona que tenga que aplicar y/o interpretar la norma – esa ‘objetividad’? ¿Cómo determinar que el riesgo es claro y no meramente intuitivo? ¿Cómo garantizar que ‘la objetividad’ goza de ‘neutralidad’? ¿Constituye la forma de socialización patriarcal el paradigma de la ‘neutralidad’ y, por ende, de la ‘objetividad’ a valorar?

Las cuestiones planteadas no son baladíes. Y no lo son si se tiene en cuenta que el punto de partida exige conceptuar la violencia de género como una violencia específica y con un significado específico que difiere de cualquier otro tipo de violencia interpersonal. Y es que no estamos ante hechos puntuales ni aislados realizados al azar sino ante actos que se extienden y perpetúan en el tiempo hasta el punto de normalizarse y naturalizarse desde unos parámetros de neutralidad y objetividad claramente patriarcales. De ahí la insistencia en la formación y especialización de todos/as los/as operadores/as que intervienen en el ámbito de la violencia de género, específicamente, de los/as operadores/ras jurídicos y, muy significativamente, de los/as integrantes del poder judicial. Un poder cuya legitimidad democrática cabría catalogar de indirecta, funcional o de ejercicio cuando su cometido se centra en la aplicación de normas – como la de la Ley Integral – aprobadas en el Parlamento por unanimidad.

El objetivo –desde estos parámetros– está claro cuando se apela (desde ámbitos de protección de los derechos humanos) a una verdadera Justicia de Género. Justicia para cuya consecución no basta con la existencia de normas con un claro enfoque de género (que también), sino que es necesario que las interpretaciones por parte de los/as juzgadores/ras se realicen desde esa misma visión crítica con el marco interpretativo del patriarcado. El Informe del Secretario General de Naciones Unidas de 6 de julio de 2006 lo dejó claro cuando señaló que “el potencial de las leyes de violencia contra la mujer no llegará a realizarse si no se aplican y se hacen cumplir efectivamente” haciendo especial hincapié en que “la aplicación de las leyes resultará fortalecida si se imparte una capacitación sistemática en materia de sensibilidad respecto de las cuestiones de género”.

Y las mismas consideraciones críticas cabe realizar con respecto al aumento de los archivos de denuncias por malos tratos sacados a la luz por asociaciones de mujeres así como al aumento de las sentencias absolutorias – sobre todo en los juzgados de lo Penal – como se recoge en el Informe sobre violencia de género presentado por el Observatorio del Consejo General del Poder Judicial.

Hace unos días hacía referencia a la necesidad de un Pacto de Estado contra la violencia de género. No hay excusas cuando se violan derechos fundamentales. No hay excusas cuando el derecho a una vida libre de violencia de género queda en entredicho ante la inobservancia del enfoque de género. El principio de especialización se torna esencial para consolidar una justicia sin sesgos patriarcales: Justicia de Género.

Artículo de Concepción Torres para Agenda Pública. Publicado originalmente en eldiario.es. Puede consultarse en la siguiente dirección url: http://www.eldiario.es/agendapublica/impacto_social/Justicia-Genero-machismo-resoluciones-judiciales_0_256174500.html